Segunda vuelta … o ¿no valdrá la pena votar?

Se convierte en un clamor. Unas semanas después de celebradas dos convocatorias electorales, es raro que se entable una conversación en la que no se hable, antes o después, de los pactos. Por lo general, para ‘echar pestes’ de unos acuerdos en los que, en demasiados casos, la norma no escrita parece ser ‘quien ha ganado, pierde’. Una evidencia que lleva a la convicción y el comentario inmediatos: ‘No pienso volver a votar’. Porque ‘no vale la pena: votes a quien votes, luego ellos harán con tu voto lo que más les convenga’.

 

Tan entendible como paradójica es esa reacción, que se repite y que demuestra que, en este escaso mes y pico, nuestro imprescindible sistema democrático ha sufrido un desgaste de credibilidad que ni en años…. Entendible, porque pueden ser demasiadas las ocasiones en las que se envía a la oposición a la fuerza política más votada, lo que contribuye muy poco a que la ciudadanía se sienta respetada en sus decisiones mayoritarias. Pero, a la vez, paradójica, porque, salvo en los -cada vez más raros- casos en los que se producen mayorías absolutas (por ejemplo, en Fuerteventura, sólo en una de siete instituciones), o gobiernos en minoría (que suelen durar lo que ‘un caramelo en la puerta de un colegio’), los pactos postelectorales constituyen la única fórmula posible para garantizar la necesaria estabilidad en la gestión de las instituciones. Por tanto, son parte inseparable de nuestro modelo democrático.

 

¿Entonces? A bote pronto, la solución parece muy sencilla y en ella acaban, casi siempre, esas conversaciones espontáneas: en cada proceso electoral y en todas aquellas instituciones en las que el electorado no haya otorgado mayoría absoluta a una fuerza política, quedaría automáticamente convocada nueva jornada electoral para, pongamos, una semana más tarde. En ese segundo momento, al enfrentarse sólo las dos opciones que en primera vuelta hubieran obtenido mayor respaldo, una de ellas recibirá el encargo directo del electorado de ser quien lidere esa institución en la legislatura que empiece, lo que supone que quien encabece esa plancha electoral pasará a ocupar la alcaldía o presidencia de esa corporación, atrayéndose a continuación los apoyos que sean necesarios para contar, de forma continuada o para cada votación, con la mitad más uno de los votos del pleno. Se acabaría así, parece claro, con la inestabilidad que tanto daña la credibilidad y la gestión de las instituciones.

 

Se hace así en otros países. Y funciona. ¿Por qué, en tal caso, no se implanta aquí? La respuesta a esta pregunta, aparentemente sencilla, es siempre la misma: porque a los grandes partidos, que son los únicos en condiciones de sumar apoyos parlamentarios para cambiar las correspondientes leyes, no les conviene. Precisamente por la fortaleza de esos partidos, se piensa, se consideran y, en la práctica, cuentan con más opciones de ser parte de esos gobiernos locales, autonómicos o estatales.

 

Por tanto, desde el sentido común se reclama un cambio de sistema, que empodere a la gente, ejerciendo como ‘cuerpo electoral’, y garantice unos gobiernos nacidos, sin duda, de la voluntad de las mayorías. Pero, cuando se plantea esa alternativa, que mejora nuestro sistema democrático, se hace desde la convicción -más bien, la desazón- de que nada va a ocurrir. Es decir, que será más de lo mismo dentro de ¿unos meses? (no está descartada una repetición de elecciones generales, que en ningún probable escenario darían una mayoría, si no absoluta, al menos ‘contundente’). Y, desde luego, se sabe que estaremos en este mismo escenario de pactos en 4 años, y en 8…

 

… Y habrá que resignarse a que aumente la abstención. O sea: a que sean cada vez menos quienes decidan quién gobierna nuestros más importantes asuntos colectivos. Y a que sigan apareciendo en escena y obtengan votos suficientes como para liarla siglas extremas que crecen en su ‘caldo de cultivo’ por excelencia: el descontento y la desconfianza de la gente. Que es lo que está creciendo…

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